31 marzo, 2025

Carrera Oficial.

Aprovechando el tiempo cuaresmal, vamos a darnos una vuelta entre palcos y sillas, para comprobar cómo, allá por tiempos pasados, vivía la ciudad eso de colocar asientos para ver las cofradías; pero para variar, vamos a lo que vamos.


Desde sus antiguos orígenes, las cofradías de penitencia sevillanas realizaban estación de penitencia a los principales templos de la ciudad, como el Salvador o a lugares fuera de las propias murallas, como el conocido Humilladero de la Cruz del Campo, por poner algún ejemplo; sin embargo, en 1604, el Cardenal Niño de Guevara ordenará a las hermandades realizar estación únicamente a la catedral y dentro de unos horarios concretos; pretendiendo controlar los itinerarios y evitar abusos instaurará el llamado Cabildo de Toma de Horas, celebrándose en principio el Martes Santo en la Capilla de las Doncellas de la catedral, para luego, paulatinamente, ir pasando al Sábado de Pasión y, por último al domingo previo al Domingo de Pasión. 

El hecho de acudir a la catedral hará que la mayoría de cofradías opte por pasar por los lugares ceremoniales de la ciudad, de ahí que la Plaza de San Francisco y la entonces llamada como calle Génova (ahora Avenida de la Constitución) tomaran especial protagonismo, sin olvidar la calle Sierpes, lo que hará que, en 1777, siguiendo el dictado del monarca Carlos III, se instale una especie tribunal en la confluencia de esta calle con la de Cerrajería, en lo que será el antecedente del "palquillo" (llamado por los cofrades clásicos "patíbulo") que a la postre terminará por colocarse en la plaza de la Campana en la Semana Santa de 1917 y configurará el modelo de Carrera Oficial que, salvo leves cambios, ha llegado hasta nosotros.

A todo esto, durante la segunda mitad del siglo XIX las autoridades locales comenzarán a comprobar cómo la Semana Santa podía ser fuente de ingresos para la ciudad, sobre todo por la atracción que tal festividad generaba en un más que incipiente trasiego de viajeros de otros países, deseosos de encontrar elementos pintorescos o exóticos en una celebración religiosa que se vivía con especial intensidad en Sevilla y que, poco a poco, había sustituido a la procesión del Corpus como fiesta mayor. Así, en 1865 el alcalde García de Vinuesa ordenará que se coloquen sillas en la zona de la fachada del Ayuntamiento que daba a la Plaza de San Francisco, al precio de 4 reales, para que así el público pudiera presenciar los cortejos penitenciales con más comodidad. 

Sin embargo, como suele ocurrir, la medida municipal no fue del agrado de todos, ya que hemos recabado una anónima Carta al Director publicada el Miércoles Santo de aquel año en el diario La Andalucía cuyo texto no deja lugar a dudas, aparte de reseñar otros comportamientos habituales entonces al paso de las cofradías:

 "Muy señor mío: bueno fuera que Vd. que tan celoso se muestra siempre por el decoro de nuestras funciones de la presente Semana Santa, se dirigiera a quien pudiera evitar que la multitud se agolpe al paso de las cofradías, principalmente en la plaza de San Francisco, quitándoles mucha parte del lucimiento que tenían años anteriores cuando se mantenía despejada, mientras pasaban aquellas, la ancha faja que media entre las sillas colocadas por el Ayuntamiento, y las que los particulares ponían enfrente para arrendarlas el público.

Es extraño que se permita también que muchachos sucios y harapientos se disputen, no solo cuando las mismas cofradías van por las calles, sino lo que es más, mientras hacen su estación para nuestra suntuosa Basílica, se disputen, repito, la cera que cae de los cirios que llevan los nazarenos, llegando la amabilidad de algunos de estos, a echar en el hueco de la mano de los tales niños, la parte de cera derretida alrededor del pabilo. 

El natural deseo de recoger más cera, hace que los citados mozalbetes anden de un lado a otro, promoviendo disputas entre sí y en lugar tan sagrado, con dolor y escándalo de propios, y más aún de tantos extraños como nos visitan estos santos días."

Por cierto, la carta alude también a comportamientos irreverentes en la catedral durante la Madrugada del Viernes Santo, como hablar en voz alta o dormir allí "como si estuvieran en una plaza"

Pero regresemos a las sillas de la Plaza de San Francisco, porque con el tiempo se convertirán en los Palcos y con ellos, su transformación en lugar para ver y dejarse ver, para lucir y lucirse dentro de un ámbito social perteneciente a las clases altas hispalenses. Abundan las reseñas periodísticas que destacan el aspecto deslumbrante de la Plaza de San Francisco en las tardes del Jueves o Viernes Santo, como esta del diario La Andalucía de abril de 1897:

 "Son muchos los extranjeros y personas notables que se encuentran ya en Sevilla para presenciar las grandes festividades de Semana Santa y Feria. En el hotel de Madrid hay hecho gran pedido de habitaciones y como todos los años las familias más linajudas y opulentas de la sociedad madrileña pararán estos días en la capital andaluza. 

Los palcos y sillas que coloca el Ayuntamiento en la plaza de San Francisco, están casi todos tomados por la flor y nata de la sociedad sevillana".


Sin embargo, un periódico satírico que ya hemos mencionado en alguna que otra ocasión, "El Tío Clarín", no tenía del todo claro la utilidad de las sillas en la Plaza, pues en uno de sus números cuaresmales de las década de los sesenta del siglo XIX recomendaba irónicamente a los visitantes foráneos:

"De  lo que tal vez no se instruya, por no estar en la nómina, si no lo toca de cerca, es de que las sillas colocadas en la carrera para su alquiler, cuestan cuatro reales en adelante cada una, precio excesivamente módico, comparado con la comodidad que ofrecen: 

Como que es una localidad de preferencia cuyo buen punto de vista esta garantizado convenientemente. Por eso verán ustedes que al que está sentado en una silla nadie lo pisotea. Ni lo estruja. Ni se le pone delante. Ni le sucede otra porción de cosas que ustedes experimentarán, si no siguen mi consejo. Huir de las sillas mientras haya otras cosas en que tirar el dinero."

Si los sevillanos del siglo XIX hubieran llegado a saber lo de las sillitas plegables, el CECOP y el público esperando cofradías desde horas antes... pero esa, esa ya es harina de otro costal.

24 marzo, 2025

Juego de varas.

Transitando por semanas cuaresmales como estamos, aprovecharemos este precioso tiempo de vísperas para, como en otras ocasiones, dar algunos detalles sobre objetos que forman parte de los cortejos penitenciales semanasanteros; esta vez, le daremos la oportunidad a una insignia muy valorada y apreciada y si además es dorada, mucho mejor, dicen. Pero como siempre, vamos a lo que vamos. 

Desde tiempos históricos, el cetro, la vara, el bastón de mando o el báculo, por citar algunos ejemplos de este tipo de elementos siempre se consideraron símbolos de poder, de autoridad. Gobernantes desde los faraones egipcios hasta los Papas, pasando por el propio Moisés con su vara, ("Tu vara y tu cayado me sostienen", dice el Salmo 24 del Antiguo Testamento), centuriones romanos, monarcas medievales, jerarcas de tribus prehispánicas, generales decimonónicos, han ostentando este elemento para dar a conocer su autoridad y a sí mismos, como distintivo de prerrogativa o privilegio. Por citar un ejemplo, los reyes de la Edad Moderna portaban protocolariamente elaborados cetros realizado en metales preciosos y adornados con costosas joyas. Además, en un orden más cotidiano la vara era usada por los alcaides musulmanes como medida para establecer límites en las lindes o extensiones de parcelas si había controversia entre vecinos por estas cuestiones, de ahí que haya sobrevivido la expresión que alude a "varias varas de medir" o "medir con la misma vara". También había alguaciles en las catedrales: en la hispalense, como narraba Bernardo Luis Castro, su Maestro de Ceremonias en 1712:

"Había un peón vestido de negro y con golilla que traía vara de alguacil, cuidando que no se orinasen ni se hiciesen otras indecencias en los ámbitos de la iglesia, y por esto le llamaban el alguacil de los meados".

De este modo, el uso de varas o bastones pasó a muchos ámbitos de lo social; en el siglo XVI los alguaciles, empleados dependientes del cabildo de la ciudad, portaban unas varas de cierta altura realizadas en madera con contera metálica con las que, en un momento dado, incluso podían golpear a aquellos que se oponían a su autoridad y hacerse, de este modo, respetar. Aunque eran cargos electos en principio, la voracidad del estado por conseguir fondos con los que sustentar las campañas bélicas o pagar los empréstitos suscritos para financiar la corona harán que estas varas de alguacil o alcalde se pongan a la venta, y de ahí, que se conviertan en elementos hereditarios que formen parte del patrimonio de determinadas familias. Así, en 1633 el pintor Diego Velázquez era recompensado por sus servicios como Pintor de Cámara en Madrid con "un paso de vara de alguacil de la Casa y Corte", o sea, el privilegio de vender dicho cargo y, por citar un ejemplo local, en un ejemplar del "Papel Semanario de Sevilla" correspondiente al 14 de agosto de 1787 puede leerse:

"Se vende la propiedad de una Vara de Alguacil de los veinte de esta Ciudad. Quien quisiera comprarla acuda a D. Manuel María Moure, Procurador del número de la Real Audiencia".

Los bastones o varas serán también signo de poder o autoridad en los Gremios; portadas por sus alcaldes en procesiones religiosas o cívicas servirán para identificar a los cargos de estas corporaciones. De ahí, es lógico pensar que los bastones o varas también entraran a formar parte del protocolo de hermandades y cofradías, sobre todo cuando, además, en Semana Santa los cofrades preservaban su anonimato con la túnica nazarena y era imposible saber, salvo por estos símbolos, quienes ostentaban la autoridad en los cortejos penitenciales. Además, eran elementos para mantener el orden en la procesión; en las Reglas del Gran Poder de 1570, por citar unas, se establecía ya que las varas y bastones se entregasen a "personas prudentes para el dicho gobierno".

Lo que en principio eran simples varas para los alcaldes (aún no había cobrado protagonismo la figura del Hermano Mayor), con el tiempo irán decorándose, primero con la heráldica de cada hermandad, luego forrándose con telas lujosas los vástagos de estas varas y finalmente añadiéndosele los llamados "cañones", tubos de metal plateado, repujados o cincelados con sobrios motivos vegetales. Prueba de ello es que Diego Ortiz de Zúñiga en sus Anales de Sevilla escribía al referirse al excesivo lujo de las cofradías en el siglo XVI:

"Desprecian las cofradías en las insignias, cruces, candeleros, varas, campanillas y otras alhajas cuanto no es preciosa plata".

Prueba de esto es que en diversos inventarios de hermandades puede leerse cómo existía cierto número de estos cañones, muchas veces de plata, que eran en cierto modo como señal de riqueza; poco a poco, las varas fueron cobrando cada vez más protagonismo, hasta en convertirse en acompañantes de las diversas insignias, incluida la cruz de guía, tal como mantienen hoy día hermandades como El Silencio o el Santo Entierro. Habrá incluso varas de varios tamaños, como las de los diputados de tramo, más pequeñas y manejables; otras hermandades en sus comienzos no contemplaban su uso, como la de La Sed en los años setenta, algunas mantienen austeros diseños con vástagos de madera, como Vera Cruz o el Calvario, mientras otras, destacan por poseer juegos de varas llenos de detalles, como el Humilladero de la Cruz del Campo en las de presidencia de la Hermandad del Polígono de San Pablo, la jarra de azucenas en las de San Benito, el diseño gótico de las de la Paz, las clásicas del Valle o las "minivaras" de La Borriquita. 

Por destacar un caso concreto, sabemos que el 7 de abril de 1935 se obsequió al entonces Hermano Mayor la entonces Piedad de Santa Marina, Guillermo Serra Pickman, una vara de plata dorada como muestra de su rango, realizada por el orfebre Juan Fernández Gómez, vara que quedó en propiedad de la hermandad y que tiene la particularidad de ser desmontable en dos mitades, ya que se entregó en un lujoso estuche, pero esa, esa ya es harina de otro costal y no será nuestra intención seguir "dando la vara". 



16 marzo, 2025

Triperas o Triperos.

En esta ocasión, daremos detalles sobre una calle que ha quedado desgraciadamente "absorbida" por otra y que, por ello, es apenas mencionada en las idas y venidas por la ciudad, salvo en los itinerarios cofradieros, eso sí. Sede de instituciones culturales, cafés y tertulias literarias, acogió incluso el domicilio de la primera novia de un conocido poeta sevillano. Pero para variar, vamos a lo que vamos.

Foto Reyes de Escalona.

Entre la confluencia de O´Donnell y hasta Tetuán, se extiende una vía cuyo nombre peculiar era ya conocido en 1485: Triperos, o también, Triperas. Se desconoce exactamente el motivo de tal denominación, debida quizá a la existencia de puestos de venta de casquería, lo cierto es que con tal apelativo aparece en el plano de Olavide de 1771, tras superar una etapa en la que se llamó de San Gregorio, aunque en 1845, buscando quizá un registro más culto, será sustituido por el de un pintor sevillano universalmente conocido: Velázquez. La ubicación de esta calle, a medio camino entre  Tetuán y O`Donnell, hará que pocos la mencionen, peculiaridad ésta que los comercios supieron aprovechar a la hora de hacer publicidad: 

Anuncio en prensa local. 1895.

Medianamente angosta y corta en su trayectoria, hasta fines del XIX se caracterizó por su estrechez, pese a que a lo largo del XVI y XVII fueron frecuentes los derribos y alineamientos de edificios, como el que promovió el Asistente Martín Hernández de Cerón en 1588 para cerrar un rincón casi esquina con la antigua calle de la Muela (ahora, O´Donnell) ya que en él se depositaba gran cantidad de basuras ("ynmundicia"). Enladrillada en 1522, en 1612 fue empedrada, mientras que a mediados del XIX se sabe que estaba pavimentada y en 1889, asfaltada. Casi todos sus edificios mantienen la misma escala y número de pisos, destacando el del número 9 por su estilo modernista y el 11, antigua casa señorial decimonónica con patio interior aunque muy transformada.

Uno de los elementos más significativos de esta calle Triperas fue que a ella daba una de las puertas de acceso a la primera Biblioteca Pública que tuvo Sevilla, en concreto, enclavada en locales anejos al desaparecido Convento de San Acasio perteneciente a la orden de San Agustín, ahora espacio perteneciente al Círculo de Labradores desde 1950 y anterior sede de la Hermandad del Gran Poder. Inaugurada el 6 de octubre de 1749, su horario de apertura dependía de la época del año, por las mañanas permanecía abierta de siete a once de la mañana y de cuatro de la tarde al toque de Avemaría de mayo a septiembre, mientras que de octubre a abril lo hacía de ocho a once de la mañana y de tres de la tarde al toque de Avemaría, al atardecer de la jornada. El Cabildo de la Ciudad fijó una subvención anual a razón de 150 ducados, destinados a la conservación de los fondos, dotación de mobiliario y materiales y el salario del bibliotecario, siempre vinculado a la orden agustina, destacando la figura del Padre Garrido, principal valedor de la institución e incluso responsable del constante trabajo de clasificación y ordenación hasta su muerte en 1793.

Foto Reyes de Escalona.

A todo esto, habría que sumar el hecho de que la calle Velázquez acogió una serie de establecimientos de hostelería que servían tanto para consumir bebidas como para convertirse en espacios para confraternizar, charlar y discutir: los Cafés. Así, uno de los más famosos fue el llamado Café Central, que junto con el América, sirvieron para tertulias literarias o el Nacional, frecuentado por gente del mundo de los negocios. Por citar un ejemplo, el América fue punto de encuentro de miembros de la llamada Generación del 27, participantes en la Revista Mediodía, publicada por estos amantes de la lírica más contemporánea. Joaquín Romero Murube escribía sobre estas reuniones "cafeteras" en su obra "Sevilla en los labios":

"En aquella tertulia, reuníanse además elementos ajenos a la literatura, tipos pintorescos de la madrugada y el trasmundo del orden, que unas veces traídos por el inquieto Sánchez Mejías, otras por el sorprendente Villalón, llenaban de incidencias raras e insospechadas las alegres reuniones de nuestro cenáculo literario. No faltaron, como es natural, princesas orientales, espiritistas, rancios académicos de Buenas Letras, deportados portugueses, eruditos cavernosos, lánguidos poetas de la meliflua Suramérica, pollos modernistas, esperpentos, pamplinosos del surrealismo, niños impertinentes, sabios hueros, sablistas y charlatanes, si que también algunas poetisas de inspiración y hechos más o menos amables".

Por cierto, el Café América fue pionero a la hora de paliar las altas temperaturas del verano hispalense; del mes de julio de 1897 es esta curiosa reseña en El Noticiero Sevillano descubierta por nuestro veterano equipo de archiveros, bibliotecarios y documentalistas:

 "A pesar del excesivo calor que se dejó sentir en el día de ayer, pudimos notar que la temperatura en el café América era primaveral, con sus hermosos ventiladores eléctricos, bien repartidos en su extenso local, y al alumbrado que por fin pudo inaugurarse el domingo, ninguno de los numerosos parroquianos que pueden concurrir con frecuencia a dicho establecimiento, tendrá necesidad de sentir los rigores de la canícula que tan molesta es, principalmente en algunos días que no se siente ni la más mínima brisa que refresque nuestros pulmones. Le damos muy de verás al señor Antón la más cumplida enhorabuena por haber sido el primero en implantar en esta localidad los ventiladores eléctricos que tanta ventaja han de reportar a la comodidad y a la higiene."

Se ve que evitar "las calores" era objetivo primordial a toda costa, prueba de ello es que el propio Café que comentamos tuvo ese mismo año un pleito con otro salón cercano, el Piazza, sobre la queja de este último porque el primero echaba sus toldos para mitigar los rayos solares y le perjudicaba al perder luz en su establecimiento; cosas de otros tiempos.

Por cierto, en el número 8, entre 1854 y 1855 como documentó el también poeta Rafael Montesinos vivió Julia, hija de Antonio Cabrera Cortés y Dolores Rodríguez, quien habría sido la primera novia de Gustavo Adolfo Bécquer cuando cuenta apenas dieciocho años, recordada con nostalgia por el poeta en los últimos años de su vida, mientras que esa joven, primer amor del escritor, se mantuvo soltera toda su vida, muriendo en 1918. No lejos, en el mismo edificio compartieron espacio las oficinas de Prensa Española (diario ABC) y La Teatral, fundada en 1939 y especializada en la venta de entradas para espectáculos taurinos y teatrales, mientras que quedan para el recuerdo comercios tradicionales desgraciadamente desaparecidos, como las Perfumerías Recio o Mabigoa, Alfombras Ýñiguez o la Camisería Redondo. 

Terminamos, pero hablar de esta calle y no aludir a cuestiones gastronómicas sería casi un pecado. Aparte de los desaparecidos cafés, habría que mencionar, sin duda, la presencia, hasta los años 90 del pasado siglo, en el número 8, de la cafetería Viana, antecesora de la cadena de hamburgueserías sevillana "Dulio", que dejó paso en 1999 a la actual Casa del Libro, y por otra parte, la olorosa presencia del cercano bar Blanco Cerrillo, fundado en 1926 en la perpendicular calle de José de Velilla y que tiene como especialidad los boquerones en adobo, cuyo aroma perfuma buena parte de la calle Velázquez para deleite de paseantes locales o foráneos, ignorantes quizá de que recorren una zona peatonal desde 1991 y que se considera la décima calle más cara de España en materia de alquileres comerciales, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

03 marzo, 2025

Butrones.

Entre las calles Sol y Gallos, existe una pequeña vía con nombre peculiar. Bastante antigua, ya en 1363 era denominada así por la existencia en ella de un corral de vecinos y un horno que llevaban este nombre perviviendo aún a mediados del siglo XVII. Estrecha, peatonal y con viviendas en su mayoría, hasta 1643 hay constancia de un callejón que iba hasta el cercano convento del Valle (sede ahora de la Hermandad de los Gitanos), pero desapareció tras las quejas del vecindario por la acumulación de suciedad. Como curiosidad, en el número 19, ya cerca de la Puerta Osario, nació en 1890 Pastora Pavón Cruz, conocida «cantaora» flamenca apodada como «La Niña de los Peines», fallecida en 1969. Queda por comentar el origen del nombre de esta calle: Butrón. 

Foto: Reyes de Escalona.

El término puede aludir a un río existente en la provincia de Vizcaya, a un linaje feudal castellano o, incluso, siguiendo el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, al "agujero hecho en suelos, techos o paredes para robar." Precisamente, de un butrón y sus efectos delictivos hemos encontrado una reseña de finales del XIX que pasamos a desmenuzar.

Corre el mes de octubre del año 1897. En la antigua calle Mercaderes número 56 (actual de Álvarez Quintero), esquina con Chapineros, se encuentra la afamada Joyería Pérez, Machuca y Ruiz; a ella acude un sujeto llamado José Lledó (alto, rubio, con barba y acento catalán, según las descripciones de los testigos) con la idea de que los propietarios de dicho establecimiento le alquilen la vivienda de enfrente, también de su pertenencia. El precio del arrendamiento queda estipulado en tres pesetas y media al mes y preguntado sobre qué uso pensaba darle a dicho inmueble, el sujeto declaró que deseaba instalar una negocio de comercialización de vinos que ya había explotado en Gerona, su zona de origen y que para ello requeriría realizar obras de albañilería. Hasta ahí, todo se desarrolló con normalidad, nada hacía pensar en algo sospechoso.

En la mañana del lunes 8 de noviembre, cuando los empleados de la joyería levantaron sus cierres para comenzar su jornada laboral comprobaron, estupefactos, que todo estaba en el más absoluto desorden, estuches y bandejas vacíos abandonados en el suelo, muebles volcados, papeles revueltos y para colmo la caja de caudales estaba abierta y del escaparate de la tienda faltaban innumerables alhajas de gran valor, realizadas en oro y con brillantes y otras piedras preciosas.  Aprovechando las horas nocturnas, los «amigos de los ajeno» habían accedido al céntrico establecimiento con evidentes intenciones. Si el suceso en sí era sorprendente, todavía más lo fue comprobar el modus operandi de los ladrones: un butrón en toda regla; avisados los dueños de la tienda con urgencia, éstos comunicaron el hecho a las autoridades judiciales y gubernamentales, mejor, veamos cómo la prensa local narraba con precisión el desarrollo el robo:

"Una vez que el juzgado vio el pozo que abrieron los ladrones en el escritorio de la casa, trasladáronse con objeto de ver de dónde partía el «escalo», a la casa número 54 de la calle Mercaderes. Las puertas de ésta estaban abiertas. En el patio a la izquierda, hay una habitación con ventana a la calle, en la que se encontró el juzgado un pozo de cerca de tres metros de profundidad y de uno y medio de boca; una habitación que está dentro de aquella estaba llena de tierra. 

Todos los que han presenciado la obra llevada a cabo por los ladrones se maravillan de la precisión de todos los trabajos, de la manera de prevenir hasta los menores detalles para consumar sus propósitos sin ser descubiertos."

Solo en metálico, los ladrones se apropiaron de billetes por valor de 12.500 pesetas de la época, toda una fortuna, eso sí, sin contar el casi incalculable precio del gran número de relojes, pendientes, cadenas y piedras preciosas desaparecidas, lo que sin dudas suponía un enorme quebranto para la firma de joyería sevillana, que había hecho un fuerte desembolso, (se hablaba de 100.000 pesetas) para adquirir género de calidad.  


A la hora de buscar culpables, todas las sospechas recayeron en quien había alquilado la casa de enfrente, misteriosamente desaparecido a la vez que se cometía el delito, aunque interrogados los guardas y el sereno afirmaron no haber visto nada que llamase la atención, salvo precisamente eso, el silencio que existía siempre en ese edificio. Como curiosidad, los "cacos" habían dejado abandonados cinco pares de pantalones, una chaqueta, dos blusas una gorra valenciana y un pañuelo con iniciales. Las primeras prendas quizá fueron usadas durante los trabajos de excavación. Del mismo modo, se halló un gran número de herramientas, como barrenas, palanquetas, berbiquíes, velas y linternas, al igual que restos de alimentos (tres chorizos, pan y dos trozos de queso castellano) y numerosas colillas de cigarros puros. Se ve que trabajaron duro para preparar el butrón, evitando dar con tuberías o canalizaciones y apuntalando su trayectoria para que no se produjeran derrumbes, de manera que los autores de la fechoría tenían experiencia en este tipo de actividades, ya que incluso, para no despertar sospechas, depositaron toda la tierra sacada del túnel en otra habitación aneja. Se dio, además, la circunstancia de que hasta las doce de la noche del día del robo un criado de la joyería estuvo en su interior sin percatarse de nada.

Las pesquisas se prolongaron, especialmente en la búsqueda y captura del misterioso sujeto arrendatario, de quien se supo había estado en una casa de huéspedes y que posteriormente habría tomado un ferrocarril en dirección a Madrid, aunque se habría bajado al llegar a Córdoba, donde se le había perdido finalmente la pista. 

Nadie había escuchado nada, nadie había dado la voz de alarma, ni siquiera el sereno. Habían trabajado sigilosamente, de madrugada o puede que incluso a plena luz del día. Todo se había ejecutado en unas horas, con asombrosa rapidez y efectividad. El botín fue tan abundante como la sorpresa de quienes sufrieron un robo que pasó a la pequeña historia de Sevilla. Casi de inmediato, personal del juzgado detuvo e interrogó a un antiguo empleado de la joyería, en la creencia de que pudo haber suministrado información a los ladrones sobre la ubicación de las cajas fuertes y demás, lo que quedaría demostrado por la precisión con la que actuaron, yendo "a tiro hecho", esto es, sabiendo de antemano dónde buscar y hallar. Sin embargo, las noticias sobre este suceso se diluyen en los meses siguientes, sin que hallamos encontrado referencias sobre si, finalmente, pudo recuperarse el cuantioso botín y capturar a los culpables, de modo que, quizás, pudo tratarse de un "robo perfecto", pero esa, esa ya es harina de otro costal. 

17 febrero, 2025

Una cruz de novela.

Como recordarán los amables lectores de estas páginas o los no menos estimados oyentes de estos podcasts, el actual Centro Andaluz de Arte Contemporáneo y antes Fábrica de Loza de Pickman, fue en sus orígenes un importante monasterio perteneciente a la orden cartuja, fundado a comienzos del siglo XV en el sitio denominado de Las Cuevas por el Cardenal Alonso de Mena, quien recurrirá al patrocinio de aristócratas locales para iniciar las obras del cenobio aunque no pueda verlo finalizado al fallecer en 1401 en Cantillana contagiado por una epidemia. A la fundación ayudaría no poco la aparición (milagrosa, dicen) en una "cueva" ubicada en esos terrenos de una imagen de la Virgen de mucha antigüedad, y que daría nombre al Monasterio.

Con el paso de las décadas, Santa María de las Cuevas, nombre que recibiría una vez constituida la comunidad cartuja, terminó por convertirse en uno de los conventos masculinos más importantes de Sevilla. Albergó en su interior la tumba de Cristóbal Colón, destacó por la riqueza de su patrimonio (allí recibió culto por vez primera el montañesino Cristo de la Clemencia) y por la abundancia de sus limosnas y comidas a los pobres, e incluso, con el tiempo, la figura de su Prior pasó a ser considerada como más que respetable y llena de prestigio, siempre tenida en cuenta en cuestiones de pleitos, pendencias o enfrentamientos, a manera de "pacificador", en unos tiempos, como veremos, más que peligrosos. 


Si se visita dicho lugar, salvada la entrada, curiosamente orientada en sentido contrario a la ciudad, o sea, a sus espaldas, dejando patente el carácter "solitario" de la orden y tras superar la llamada "Capilla de Afuera", adentrándonos en busca de la portada de acceso a la antigua iglesia o Puerta de las Cadenas, el visitante observador se percatará, a la derecha, de la presencia de un pequeño estanque recuerdo quizá de aquella famosa "Galapaguera" en la que se criaban tortugas con las que se cocinaba una, dicen,  exquisita sopa de tortuga, cuyo caldo era muy nutritivo y sabroso, especialmente para los frailes enfermos o de mayor edad. Presidiendo dicha alberca, enmarcada en un ventanal y rodeada de enredaderas, nos encontraremos con una cruz realizada en piedra, de tamaño mediano y que a sus pies ostenta la representación iconográfica de la Piedad, esto es, la Virgen María con su Hijo muerto en sus brazos. 


Una sempiterna leyenda ha denominado a esta cruz como la Cruz de los Ladrones, leyenda que, como todas, pierde su origen en la noche de los tiempos y que alude a épocas en las que esta cruz estaba enclavada a medio camino entre Triana y la Cartuja, actuando como "cruz de término" que marcaría los límites territoriales del monasterio frente al mundanal ruido. El suceso habría tenido como protagonista a un criado del monasterio, con cuya ayuda habría contado un grupo de seis malhechores a la hora de robar las joyas de la Virgen de las Cuevas; sin embargo, durante su huida, una extraña y milagrosa niebla, les despistará hasta el punto de regresar una y otra vez a la escena del crimen, emprender la huida y abandonar el botín. Como recuerdo de aquel suceso sobrenatural se habría levantado tal cruz.

A mayor abundamiento, de dicho episodio, y en parecidos términos, poseemos una una interesante referencia en la novela La Gaviota, publicada en el año 1849 bajo la autoría de Fernán Caballero. Seudónimo de la novelista fallecida en Sevilla Cecilia Böhl de Faber (1796-1877),  en dicho relato se narra la historia de una hermosa joven de origen rural y dotada de una preciosa voz para el canto, quien tras una serie de peripecias, venturas y desventuras amorosas y hasta adulterio con un torero (cosas de las novelas románticas) a la postre regresa a su pueblo de origen y contrae matrimonio con un humilde barbero, en lo que sería un epílogo ejemplarizante para satisfacer a los lectores, ávidos de este tipo de ficción cercana al folletín decimonónico. 


Precisamente en el séptimo capítulo de la segunda parte de esta novela, varios de los protagonistas debaten acaloradamente sobre la veracidad de determinadas y antiguas leyendas de Sevilla, como la del Lagarto de la Catedral o la de la Cruz del Negro; llegado un momento determinado, se hace alusión al origen de la Cruz de los Ladrones, aludiéndola como aún colocada cerca de la propia Cartuja, con dos teorías sobre su denominación y demostrando a las claras que el suceso formaba ya parte del acervo popular hispalense : 

—Bien puedes también, hermana, dijo el General, regañar al loco de Rafael, por haber respondido a ese Monsieur le Baron, a una pregunta por el mismo estilo, acerca de la Cruz de los ladrones, junto a la Cartuja, que se llamaba así, porque a ella iban a rezar los ladrones, para que Dios favoreciese sus empresas.

—¿Y el Barón se lo ha creído? preguntó la Marquesa.

—Tan de fijo, como yo creo que no es Barón, repuso el General,

—Es una picardía, continuó la Marquesa irritada, dar lugar nosotros mismos a que se crean y repitan tales desatinos.

La cruz fue erigida en aquel sitio por un milagro que hizo allí Nuestro Señor; porque en aquellos tiempos, como había fe, había milagros. Unos ladrones habían penetrado en la Cartuja, y robado los tesoros de la iglesia. Huyeron espantados, corrieron toda la noche, y a la mañana siguiente se encontraron a corta distancia del convento. Entonces viendo claramente el dedo del Señor, se convirtieron; y en memoria de este milagro, erigieron esa cruz, a la que el pueblo ha conservado su nombre. Voy a decirle cuatro palabras bien dichas a ese calavera.—Rafael, Rafael.


Dejamos a Fernán Caballero y su Gaviota. Pese a no haber mucha información sobre esta cruz, en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla se conserva un antiguo plano de los terrenos cartujanos basado en otro realizado en torno a finales del siglo XIX en el que aparecen diferentes parcelas o hazas de cultivo, como las del Expulgadero o la suerte (tierra de labor) de Fray José, sin olvidar reseñar caminos o veredas que se dirigían al cercano cortijo de Gambogaz, a Camas, al Alamillo, a la Barqueta o incluso a un sendero llamado de San Luis o del Membrillo, aunque llama la atención que en esa esquemática representación gráfica, apenas esbozada, aparezca también la llamada Haza de la Cruz, ¿Nombrada así porque allí estuvo enclavada la Cruz de los Ladrones? 

En una publicación de 1937, titulada Nomenclátor de la Ciudad, y elaborada por Siro García López, Jefe de la Sección Técnica de Estadística del Ayuntamiento de Sevilla, todavía se menciona una Cruz al aludir a la llamada Vereda de la Cartuja:
"Ésta arranca de la Cañada Real del término de Salteras y se dirige a esta Ciudad por el de Santiponce hasta la encrucijada de los Cuatro Caminos, continuando por la Hacienda de Gambogaz hasta la Cruz de la Cartuja. En este sitio había un abrevadero y descanso de ganados que se nombraba de Jucurrucú; la Cruz estaba en el centro. Aquí paraban los ganados que venían de Salteras, Gerena, Guillena y la Sierra, para conducirlo de noche al Matadero de Sevilla o a otros puntos."
Terminamos con otra cruz. En un hermoso paraje campestre de Beratón, provincia de Soria, al pie de la fría sierra del Moncayo, se encuentra otra Cruz de los Ladrones, aunque son realidad tres, grabadas en un viejo quejigo o roble como recuerdo de que allí, el 8 de febrero de 1872, fueron muertos por los lugareños tres bandoleros que habían asaltado y cometido mil desmanes en la población, comandados por un malhechor apodado "El Chupina", pero esa, esa ya es harina de otro costal. 


03 febrero, 2025

La calle equivocada.

Es una calle poco frecuentada, sin tráfico rodado (con permiso de los patinetes, ya se sabe), de las que se usan para "cortar" entre vías importantes, por ejemplo, en fechas semanasanteras, de las que apenas aparecen en las guías y planos turísticos de la ciudad y que, para colmo, presenta un peculiar error a la hora de nombrarla. Pero como siempre, vamos a lo que vamos. 

Desde Lineros y Puente y Pellón hasta la calle Cuna, la calle Lagar se extiende estrecha y sin pretensiones. Un azulejo en el número 2, no lejos de donde estuvo la juguetería del "0,95", sirve para rotular la calle, con la particularidad de que cada una de sus cinco letras presenta decoración en las que las hojas de parra o vid o sus racimos relacionan el nombre de la calle con, según la Real Academia de la Lengua, el "Recipiente donde se pisa la uva para obtener el mosto", pero, conviene aclararlo, nada más lejos de la realidad, pues desde el siglo XVIII era conocida como Lagar de la Cera, por hallarse en ella un taller que servía para el blanqueo de la cera, aunque en 1845 se acortó su nombre para quedarse como está hoy día, de ahí la confusión en el tipo de "Lagar". El lagar de cera era una especie de prensa de tornillo que servía para extraer la cera de los panales de abejas por el sistema de presión. 


Llegó a poseer sendos corrales de vecinos, hoy ambos desaparecidos, uno de ellos en el actual número 5, e incluso el cronista Álvarez Benavides la calificó como "vía de primer orden" en virtud a su ubicación, y porque en ella se localizaban negocios tan variopintos como la imprenta de Gironés y Orduña y el colegio de primera y superior enseñanza del Salvador; en el número 11 tuvo su depósito una fábrica de hielo allá por 1876 (razón social "La Quinta de la Florida"). Quizá por su céntrica ubicación, en 1899, como ha estudiado Carlos A. Font, el ingeniero alemán Otto Engelhardt, director de la Compañía Sevillana de Electricidad, fundada en 1894, promovió la construcción en esta calle de lo que sería una de las primeras estaciones de acumuladores eléctricos de la ciudad, constando de una batería con capacidad de 4.000 amperios/hora. A esta estación siguió en 1905 la de la calle Feria, en el número 154, edificio aún conservado por fortuna, obra de Aníbal González.

Pese a esta rica actividad comercial, la calle atravesó malos momentos, prueba de ello es que en su edición del miércoles 7 de abril de 1897 el diario El Baluarte se quejara abiertamente:

"Y... La calle Lagar de la Cera sigue tan sucia y en el mismo estado de abandono de antes. Mientras tanto el Municipio dicta medidas de buena policía, recomendando a los particulares cuiden del aseo de sus fincas, blanqueen fachadas y pinten balcones y puertas para la venidera Semana Santa, la Alcaldía se cruza de brazos, haciendo caso omiso de la recomposición o limpieza de algunas calles. ¡Pero qué cosas se ven en Sevilla!".
Corral de Vecinos en la calle Lagar. Años 70.

 En nuestros días, por desgracia, poco queda de todo lo mencionado. Salvo alguna excepción, modernas casas de pisos se han adueñado de la calle Lagar, aunque como símbolo moderno figure desde 2008 la peculiar escultura del caracol que trepa por la fachada del edificio que hace esquina con Lineros y el número 1 de nuestra calle (de cuya puerta echamos en falta un precioso azulejo de San José), una interesante muestra de arte urbano obra del escultor nacido en Olivares Chiqui Díaz; por cierto, el caracol tiene un "hermano" de siete metros de altura,  instalado en la localidad onubense de Palos de la Frontera. 

Enfrente, en el número 2, en lo que es ahora un moderno hotel, tuvo su sede uno de los primeros establecimientos considerado como Grandes Almacenes, promovidos por una familia oriunda de Almería, los Lirola, que usó para darle nombre las primeras sílabas del nombre y apellidos de una de las hijas de su promotor, Victoria Lirola Martínez, para crear un nombre comercial que pasó a la pequeña historia del comercio sevillano: Vilima, famoso por sus "Zafarranchos" y cuya inauguración, en la tarde del 31 de marzo de 1963, fue resaltada por la prensa local con  reseñas llenas de alabanzas en el estilo de aquellos años:

"Sin temor a incurrir en hipérbole, puede calificarse de verdadero acontecimiento en  la  vida  comercial  de  Sevi­lla la  solemne  bendición  de  la  primera fase  de  los  suntuosos  establecimientos VILIMA,  efectuada  en  las  últimas horas  de  la  tarde  de  ayer  domingo,  en vía  tan  céntrica  de  nuestra  ciudad como  la  calle  Lagar,  en  el  lugar  en que confluyen las de Lineros y  Puente y  Pellón.

Con semejante acontecimiento, Sevilla ha enriquecido de manera considerable su acervo de moderna  urbe comercial.  Cuanto  sé  diga  para  enalte­cer  la  elegante  y  sugestiva  instalación que  motiva  las  presentes  líneas,  resul­tará  pálido  ante  la  realidad.  Una  superficie  de  seiscientos  metros  cuadra­dos,  magníficamente  ocupada  por  vitrinas  y  finos  mostradores,  en  los  que se  admiran  atrayentes  colecciones  de bolsos,  prendas  infantiles,  sutiles  ro­pas  femeninas,  que  parecen  tejidas por manos de hadas; preciosos artículos de viaje, abanicos, mantillas y multitud de artículos  más  gratos  a  las  mujer, forman  un  conjunto  de  ensueño,  en­marcado  por  una  decoración y  un  sistema  adecuado  de  alumbrado,  que comunican al local una magnifica ento­nación,  que  hace  juego  maravillosa­mente con infinitos  detalles  de un  gus­to  irreprochable."

En el verano de 1968 un desgraciado y fortuito incendio declarado en el establecimiento se llevó las vidas de dos bomberos que intentaban sofocarlo, dañando gravemente el interior de la tienda, por lo que hubo que buscar unas instalaciones provisionales en la calle Francos número 34; al fin, el 1 de diciembre de 1969 se procedía a la reapertura de los remozados Almacenes. 


Hasta 2001, Vilima funcionó como emblema del comercio sevillano, generando a su vez una gran influencia en su zona, desde la calle Córdoba hasta la Encarnación, aunque finalmente el negocio se vio obligado a cerrar sus puertas en ese año.

Casi en la desembocadura con la calle Cuna, y con fecha de fundación en 1913, se asienta en la calle Lagar una de las dos sedes de Cuadros Venecia, especializados en láminas y enmarcaciones y cuya trayectoria ha sido reconocida por el Ayuntamiento en unos tiempos en los que el comercio tradicional atraviesa su peor momento, pero esa, esa ya es harina de otro costal. 


26 enero, 2025

Varflora.

Se llamó Fernando Díaz de Valderrama, pero ha pasado a la historia de Sevilla por ser conocido por su seudónimo, con el que firmó obras imprescindibles para conocer la historiografía sevillana del siglo XVIII, y su nombre figuró en una calle del Arenal durante siglo y medio hasta que, cosas de esta ciudad, quedó desposeído del mismo a comienzos del siglo XXI; pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Nacido en 1745, unos estiman que ingresó en la orden franciscana, mientras que otros, en la de Santo Domingo. Erudito y escritor, Fernando alcanzó el nombramiento de Revisor y Consultor de la Real Academia de Medicina y Examinador sinodal del arzobispado hispalense. En 1766 publicó el conocido Compendio Histórico-Descriptivo de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla, obra que fue corregida y aumentada en 1789 sin que en ella apareciera el nombre de su autor, antes bien, éste optó por elegir el de Fermín Arana de Varflora para ocultar el suyo. Además, escribió Hijos de Sevilla ilustres en santidad, armas, letras, artes y dignidades (1791), auténtico catálogo de personalidades al que han recurrido no pocos estudiosos y, como curiosidad, entre otros libros, editó unas Disertaciones sobre la imposibilidad física de celebrar exactamente el santo sacrificio de la Misa en un solo cuarto de hora. 

Falleció el 3 de mayo de 1804, dejando parte de su ingente trabajo sin publicar. El profesor y literato Mario Méndez Bejarano lo calificó así: 

"Era un hombre sencillo, ingenuo y confiado. Trabajó con sincero patriotismo, ajeno a toda sugestión de vanidad, ni menos de lucro. Si su crítica histórica no parece todo lo severa que hoy exige la escrupulosidad científica, no ha de olvidarse que en su tiempo se vivía en épica credulidad y que la crítica en materias históricas no había nacido aún en España".

En 1859 se rotuló como "Varflora" la antigua calle Real de la Carretería, entre la calle Arfe y el Paseo de Colón, en honor a este religioso e historiador. Rectilínea y con predominio de viviendas de dos y tres pisos, su estrechez en algunos tramos es de sobras conocida por los cofrades, que acuden cada tarde de Viernes Santo a contemplar la siempre complicada salida de la Hermandad de la Carretería desde su capilla (propia desde 1753 e inaugurada en 1761 con el gremio de Toneleros), lograda gracias al tremendo esfuerzo de capataces y costaleros, especialmente en el colosal Paso de las Tres Necesidades, acompañado de los característicos y románticos nazarenos de túnicas azules de terciopelo. 

Durante años, la calle albergó almacenes de aceitunas, tal como hemos comprobado en la Guía General de Sevilla y su Provincia, editada en 1860, donde aparecen apellidos como Galeano, Calzadilla o Vinuesa y que tienen que ver con la cercanía del puerto y el transporte de este tipo de mercancías, con mucha demanda (como ahora) en el exterior; en 1910 el diario El Liberal denunciaba precisamente la ocupación de la calle por este tipo actividad, generando molestias entre el vecindario. 

Por cierto, en 1878 todavía se registraba la presencia de toneleros en esta calle, también miembros del oficio de pintores y en los años treinta del siglo XX, en número 40, tuvo su sede la Gimnástica Andaluza, un modesto club de fútbol de categorías inferiores. 


En enero de 1919, un artículo del diario El Sol de Madrid alababa la labor de la empresa J. Bellido y Compañía, fundada dos años antes en el número 48, y cuyas exportaciones, al decir de la crónica:

"Se hacen en cajas y barriles, principalmente en cajas, teniendo un taller de barrilería, en el que se pueden atender rápidamente sus propias necesidades. Los Sres. J. Bellido y C.ª tienen varias marcas de aceites, que se propagan de contínuo por el éxito que las acompaña. Figuran entre ellas las denominadas "Cisne", "Pelayo" y "Gaviota", que son las preferidas de los clientes."

La cercanía del puerto, como decíamos, hará que también proliferen en esta zona del Arenal los llamados almacenes de "Efectos Navales", como recuerda un curioso azulejo localizado en la primera planta del edificio número 21 de la calle, recuerdo de un tiempo pasado en el que jarcias, boyas, pasamanos, sogas y cabos de todo tipo surtían a los navíos anclados en las cercanas orillas del río.



Aunque desde 1993 la Hermandad de la Carretería lo venía solicitando al Consistorio, no será hasta el año 2000 cuando el bueno de don Fermín Arana de Varflora quede "compuesto y sin calle" y que ésta pase a recuperar el de toda la vida: Real de la Carretería, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

20 enero, 2025

Toribio.

Principios del siglo XVIII. En esta ocasión, nos centraremos en un personaje que buscó mejorar la situación de un grupo desfavorecido de la sociedad de Sevilla, impulsando una institución donde alojarlo y educarlos. Pero como siempre, vamos a lo que vamos. 

Había nacido en San Pedro de Piñeres, en la provincia asturiana de Oviedo, allá por mayo de 1687 y tras una etapa en su tierra pastoreando ganado, a comienzos del nuevo siglo se sabe que se ganaba la vida en Sevilla y sus calles vendiendo por sus calles devocionarios y libritos de oraciones. Hombre de fe profunda y buenos sentimientos, se llamaba Toribio de Velasco y, buen observador de su entorno, apreció con dolor cómo era la vida del sinnúmero de niños huérfanos que pululaban por la ciudad hispalense y que día a día la recorrían mendigando por un mendrugo de pan o efectuando pequeños hurtos con los que sobrevivir, haciendo de las calles su casa y de las plazas su refugio nocturno, siempre bajo múltiples amenazas y peligros y con un futuro incierto como delincuentes o condenados.

Decidido a actuar, comenzará por explicar la Doctrina Cristiana a un grupo de estos pillos y ladronzuelos, no sin cosechar rechazos e injurias, hasta que por fin, con el auxilio de algunos benefactores, decide emplear su casucha de la calle  Peral, para dar cobijo a un primer puñado de niños a los que saca de su mala vida; pasan las semanas y aquella variopinta "patulea" de granujas y chicuelos ha crecido y obliga a Toribio a dar un paso más. Ha recibido varios donativos de gente caritativa y tras consultar con el párroco de San Martín y el Arzobispo Salcedo alquila una casa de mayor tamaño en la Alameda de Hércules. Es un caluroso 1 de julio de 1725  y dieciocho niños serán los primeros afortunados en ingresar en aquella institución que busca su educación y formación, desde aprender a leer y escribir hasta saber realizar las diversas tareas domésticas, sin perder nunca de vista la oración y la lectura de textos religiosos.

A partir de ahí, la actividad de "Los Toribios" se incrementa de manera enorme hasta recibir centenares de solicitudes de ingreso. La comunidad vive entre rezos y salidas para escuchar misa y para pedir limosna con que mantenerse, y la ciudad, conmovida, se vuelca con aquellos niños decididos a tener un mejor futuro. La férrea disciplina (que no excluía los azotes, nunca más de veinticuatro, eso sí) y los horarios estrictos contribuyen a que exista una rutina diaria, mientras que no tardan en surgir los primeros talleres de diferentes oficios, como por ejemplo, el de zapatería; para ampliar la institución se decide su traslado a la llamada Inquisición Vieja, cerca de San Marcos y allí se convierte en centro benéfico de referencia, recibiendo incluso donativos del mismísimo monarca Felipe V, quien durante su estancia en Sevilla quedará conmovido por la procesión de niños pidiendo limosna con velas encendidas y su fundador a la cabeza portando un cesto donde recoger prendas y dineros. Trescientos ducados, nada menos, pasarán a engrosar las siempre menguadas arcas de los Niños Toribios, como ya eran conocidos allá por 1730.

Sin embargo, la muerte de su fundador en el verano de aquel año será todo un mazazo. Afectado por calenturas, apenas podrá sostener la pluma con la que rubricar su testamento, y tras su fallecimiento, llorado por los ciento cincuenta niños que acogía la vieja casa, será enterrado en el convento de San Pablo, ahora parroquia de la Magdalena, en lo que en otro tiempo se llamó "olor de santidad". La institución fundada por él pasará al Pumarejo en 1802 y pervivirá hasta el siglo XIX con bastantes altibajos, en que pasará a ser gestionada por la Diputación de Sevilla, siendo el germen del llamado Hospicio Provincial que funcionará en la calle San Luis hasta 1973.

La apertura de la exposición "Patrimonio Histórico de la Diputación de Sevilla 1500-1900" en el Conjunto Monumental de San Luis de los Franceses ha supuesto la recuperación de más de cien piezas procedentes de antiguos hospitales benéficos, entre pintura, escultura, orfebrería y bordado; una de estas piezas es un interesante retrato funerario del hermano Toribio, pintura anónima que lo representa de medio cuerpo, yacente y vestido con el hábito dominico blanco y negro, pese a ser miembro de la Orden Tercera Franciscana. Una inscripción en su parte superior indica: "Retrato del hermano Toribio fundador de la Cassa Hospisio de de muchachos guérfanos y perdidos de Sevilla Murió de edad de 40 años a 23 de agosto de1730, con grande opinión de virtud"

                         

Era costumbre entonces el dejar para la posteridad imágenes de "cuerpo presente" de personas o personajes importantes, de modo que, aparte del valor meramente documental, como apunta Juan Luis Ravé, comisario de la Muestra, presenta el de homenajear al fundador de la institución que hemos comentado, antecedente de los llamados Correccionales. De hecho, todavía a finales del siglo XIX cuando se hablaba de un joven problemático se decía, "Qué bien le vendría estar en los Toribios", pero esa, esa ya es harina de otro costal.